EL PROCESO A JESÚS DESDE EL PUNTO DE VISTA DE LAS JURISDICCIONES PENALES JUDÍA Y ROMANA (y VI)
En los capítulos anteriores llegamos a la conclusión de que el hecho de que Jesús muriera crucificado, es históricamente cierto. También vimos la legislación penal judía en el s. I, su órgano jurisdiccional máximo y el proceso a Jesús realizado por el Sanedrín desde su prendimiento hasta su condena y entrega a las autoridades romanas. Igualmente, se trató sobre los procedimientos de ejecución en el proceso penal romano de aquel tiempo, para concluir analizando el proceso incoado a Jesús por Pilato, acorde con los evangelios canónicos. En este último capítulo se tratará sobre las conclusiones de todo lo anteriormente visto.
CONCLUSIONES
Ante todo, hay que decir, en relación con las posibles irregularidades en el proceso a Jesús, tanto en el Sanedrín como ante Pilato, que los evangelios canónicos no recogen de forma explícita ninguna anomalía en estos procedimientos. Es más, lo que se deduce de ellos es que la Iglesia antigua no acusó a los judíos de irregularidades procesales, sino de haber juzgado a Jesús con la idea preconcebida de condenarlo.
Teniendo en cuenta que el derecho procesal judío se regía por la costumbre (derecho consuetudinario), que sus juzgadores gozaban del principio de discrecionalidad, propio de las autoridades de todo el mundo del s. I, y que en cuanto al derecho penal solamente había unas pocas normas en el Levítico y en el Deuteronomio, que indicaban la pena de muerte por lapidación para los delitos de blasfemia, podemos afirmar, a la luz de todo lo expuesto que el proceso que se siguió contra Jesús no contravino normas esenciales. Y puesto que Jesús reconoció que era el mesías y el hijo de Dios (Mt 26, 64; Mc 14, 62; Lc 22, 69), podemos afirmar que no hubo nulidad alguna por varios motivos.
Hay una serie de autores (entre ellos, CALDERÓN PERAGÓN, J.R. Proceso a un inocente. ¿Fue legal el juicio a Jesús? Jaén, 2009. Liberman, Grupo Editorial, 2009, págs. 79-81 y 187; también FÁBREGA CALAHORRO, O. Pongamos que hablo de Jesús. Barcelona, 2017. Editorial Planeta, págs. 584-587, donde, prácticamente, viene a citar las mismas irregularidades que el anterior), que afirma, apoyándose en la Misná y en el Talmud, que el proceso estuvo viciado de nulidad por muchos motivos: Que se instruyó un asunto capital durante la noche (sin embargo, en Mt 27,1 se dice: Llegada la mañana, todos los sumos sacerdotes y ancianos del pueblo celebraron un consejo contra Jesús para condenarlo a muerte); que se comenzó la sesión antes de realizar el sacrificio matutino; que los testigos debieron declarar por separado; que los testigos debieron prometer decir la verdad concienzudamente; que los jueces debieron examinar los testimonios con atención; que el testimonio carecía de valor si quienes lo aportaban no estaban de acuerdo sobre el mismo hecho en todos sus extremos; que los falsos testigos debieron padecer la pena a la cual había sido condenada la persona a la que habían calumniado; que el acusado no podía ser condenado sobre la base de su declaración; que los jueces debieron diferir hasta el día siguiente la votación y el pronunciamiento de la sentencia; que se maltrató al acusado; que Caifás se convierte en parte contra Jesús; que estaba prohibido que el sumo sacerdote se rasgara las vestiduras (sin embargo, el papa Benedicto XVI opina lo contrario en su obra Jesús de Nazaret. Desde la entrada en Jerusalén hasta la resurrección. Madrid, 2011. Ediciones Encuentro, pág. 213, donde, textualmente, se dice: «[…] El gesto del sumo sacerdote de rasgarse las vestiduras no es fruto de su propia irritación, sino que está prescrito al juez en funciones como signo de indignación cuando oye una blasfemia (Gnilka, Matthäusevangelium, II, pág. 429»); que debieron contrastar la respuesta de Jesús para ver si era cierta; que cuando Caifás gritó “¡blasfema!” influyó en la opinión de los demás jueces; que no hubo deliberación por parte de los jueces para dictar una sentencia de muerte; y que la pena de muerte contra Jesús fue dictada en un lugar prohibido, en casa de Caifás. Y que por todos estos motivos se incurrió en nulidad.
Pero estos autores no tienen en cuenta que, tanto la Misná como el Talmud, no estaban vigentes en el momento de los hechos y que «es un falso método confrontar las disposiciones procesales del Talmud con la práctica seguida en el proceso a Jesús para saber si fueron observadas y hasta qué punto tales disposiciones» (Cfr. CALDERÓN PERAGÓN, J.R. Proceso a un inocente. ¿Fue legal el juicio a Jesús? Jaén, 2009. Liberman, Grupo Editorial, pág. 71). La Misná se redactó a finales del s. II, es decir, más de 150 años después de la muerte de Jesús, mientras que el Talmud se elaboró entre los siglos III y V en Babilonia y Jerusalén, respectivamente. Por tanto, presuponer que estaban vigentes las normas consuetudinarias que en tales textos se recogen, sin prueba alguna, es una aberración jurídica. Además, según las fuentes disponibles, se ha podido comprobar algunas diferencias entre la Misná y el derecho penal aplicable antes del año 70 e.c., fecha de la destrucción del templo de Jerusalén. La primera de ellas es el trato a los samaritanos, según Jean-Pierre Lémonon, sacerdote francés (1940-), en su obra Poncio Pilato (Édition de l’Atelier/Éditions ouvrières, París, 2007, págs. 215-222). Se sabe por los evangelios que en la época de Jesús, judíos y samaritanos estaban en clara enemistad; sin embargo, la Misná los trata no solo con benignidad, sino totalmente iguales a los judíos en todo lo que se refiere a la legislación. En segundo lugar, en el episodio evangélico de la mujer adúltera (Jn 8, 2-5, en relación con Lv 20,10 y Dt 22,22, sobre el delito y pena por adulterio), como estaba casada, la pena señalada por la Misná (Tratado Sanhedrin 11,1) era la de estrangulamiento, mientras que en la época de Jesús era la de lapidación. En tercer lugar, se relata en la Misná (Tratado Sanhedrin 7,2) y también en el Talmud de Jerusalén (Tratado Sanhedrin 7,2,24 b), que cuando el rabino Eleazar ben Sadok era niño, sobre los años 41-45 e.c., fue testigo de la ejecución por adulterio de la hija de un sacerdote, que fue quemada tal como prescribía el Levítico (Lv 21,9); sin embargo, el régimen penal de la Misná (Tratado Sanhedrin 7,2) defendía una forma de cremación distinta: se le abría la boca a la fuerza con unas tenazas, se encendía la mecha que se arrojaba en la boca y se la hacía descender hasta las entrañas, que eran así quemadas. Esta forma de cremación, se decía, era más compatible con el respeto al cuerpo y la esperanza en una futura resurrección. Y, por último, en la Misná (Tratado Sanhedrin 3,4) se narra que, en torno al año 100 a.e.c., Simeón ben Sataj ordenó colgar a 80 mujeres en Ascalón, imputadas de hechicería, a pesar de que el ahorcamiento estaba prohibido en la Misná (el Tratado Sanhedrin 7,4 no recoge entre los tipos de pena de muerte el ahorcamiento). Todo esto, además, se hizo sin previo juicio.
Mantienen todos los autores dichos la nulidad del proceso. La nulidad es un instituto jurídico que predica su existencia cuando se conculcan las normas esenciales del procedimiento. En aquel tiempo, al no existir normas procedimentales escritas, sino que todas ellas eran consuetudinarias, no podía incurrirse en nulidad.
Estos autores, con las irregularidades dichas, están pensando en un juicio de nuestros tiempos, pero olvidan que el proceso contra Jesús se ventiló hace casi dos mil años, cuando no existían, por desgracia, las garantías procesales que en la actualidad existen.
Olvidan, por último, estos autores que, en el s. I, confessio superat omne genus probationum, es decir, que la confesión era la probatio regina (la reina de las pruebas) de todos los medios probatorios y que, admitida esta por el inculpado, la sentencia estaba dada. Incluso hasta no hace mucho, estaba permitida la tortura para hacer confesar al acusado. Acordémonos de la Inquisición en nuestro país durante los siglos XVI y XVII.
La tortura estuvo vigente hasta principios del s. XIX en que los estados civilizados, uno a uno, la abolieron. Pero volvió a reaparecer en el s. XX con el advenimiento de los países totalitarios (la Rusia comunista a partir de 1917, la Italia fascista a partir del 1922, la Alemania nazi a partir de 1933, etc.)
Por tanto, aducir que porque se torturó a Jesús conllevaba la nulidad del proceso penal es una aberración con relación a la legislación penal judía y romana del s. I.
Por el contrario, Francisco de Mier, sacerdote pasionista, en su obra Sobre la pasión de Cristo. Síntesis teológica, exegética y pastoral (B.A.C. Madrid, 2005, pág. 172), dice que:
«Todo intento de precisar las irregularidades de aquel proceso falla por su base, pues no conocemos qué ley regía cuando Jesús fue juzgado, pues la Misná que conocemos fue redactada mucho más tarde por el rabí Jehuda ha-Nasi hacia el 200; y este código, más que reflejar las condiciones del tiempo de Cristo, refleja la situación que vivía el judaísmo después de la desaparición de su Estado en el año 70, a consecuencia de lo cual el Sanedrín fue reemplazado por otro tribunal de Jamnia».
También José-María Ribas Alba, catedrático de Derecho Romano en la Universidad de Sevilla, en su obra Proceso a Jesús. Derecho, religión y política en la muerte de Jesús de Nazaret (Editorial Almuzara. Córdoba, 2013, pág., 173), asevera:
«La Misná, promulgada en torno al 200 d.C., aunque indudablemente recoge tradiciones muy antiguas, incurre con frecuencia en el anacronismo histórico, como cuando describe la Gran Sinagoga y también un Gran Sanedrín, compuesto por sabios de la Ley, despojado de competencia estrictamente penales».
Óscar Fábrega Calahorro, en Pongamos que hablo de Jesús (Editorial Planeta. Barcelona, 2017, pág. 581), dice expressis verbis:
«Ahora bien, de haberlo afirmado [que era el rey de los judíos], ¿sería motivo suficiente para ser crucificado? Rotundamente sí: aquello podría ser interpretado como una traición contra Roma, como un delito de læsa maiestatis (lesa majestad) o de sedición. Jesús, de haberse proclamado rey, estaría deslegitimando el poder del Imperio y, aunque fuese de forma pasiva, alentando una rebelión, ya fuera pacífica o violenta. Por este motivo, Jesús fue acusado de seditiosus. De hecho, según los relatos evangélicos, cuando los judíos presentaron a Jesús ante Pilato, dejaron claro que no solo había proclamado que era el Mesías y el rey de los judíos, sino que estaba “alborotando a nuestra nación” (Lc 23,2) y exhortando a los suyos a que no pagasen los tributos».
Por su parte, Joseph Ratzinger, el papa Benedicto XVI, en su obra Jesús de Nazaret: Desde la entrada en Jerusalén hasta la resurrección (Ediciones Encuentro, Madrid, 2011, págs. 206 y 207), nos relata:
«Ambos “procesos” contra Jesús, ante el Sanedrín y ante el gobernador romano Pilato, han sido objeto de discusión hasta en sus más mínimos detalles por los historiadores del derecho y los exegetas. No tenemos por qué entrar aquí en estas sutiles cuestiones históricas, sobre todo porque no conocemos ―como ha hecho notar Martin Hegel― los pormenores del derecho penal saduceo, y no es lícito sacar conclusiones partiendo del tratado Sanhedrin, de la Misná, que es posterior, y aplicarlas a las normas del tiempo de Jesús».
Y, para terminar, Ernest Renan, en su obra Vida de Jesús (Biblioteca Edaf. Madrid, 1968, págs. 278 y 279), escribía:
«[…] Esta muerte fue “legal”, en el sentido de que tuvo por causa primera una ley que era el alma misma de la nación. La ley mosaica, en su forma moderna, es cierto, pero aceptada, pronunciaba la pena de muerte contra toda tentativa para cambiar el culto establecido. Indudablemente, Jesús atacaba dicho culto y aspiraba a destruirle.
Los judíos le dijeron a Pilato con una franqueza simple y verdadera: «Nosotros tenemos una ley, y según esa ley debe morir, porque se ha hecho Hijo de Dios (Jn 19,7 en relación con Lv 24,16)». La ley era detestable, pero era la ley de la ferocidad antigua y el héroe que se ofrecía para derogarla debía ante todo sufrirla.
¡Ay! Serán necesarios más de mil ochocientos años (Ernest Renan escribió esta obra en 1863) para que la sangre que va a derramarse dé sus frutos. Durante siglos, en su nombre, se infligirán torturas y muerte a pensadores tan nobles como Él. Aún hoy se establecen penas para delitos religiosos en países que se dicen cristianos. Jesús no es responsable de estos extravíos. No podía prever que tal o cual pueblo, de imaginación extraviada, le concibiese un día como un horrible Meloch, ávido de carne quemada. El cristianismo ha sido intolerante; pero la intolerancia no es un hecho esencialmente cristiano. Es un hecho judío, en el sentido de que el judaismo erigió por vez primera la teoría de lo absoluto en materia de fe, y estableció el principio de que todo individuo que aparta al pueblo de la religión verdadera, incluso aunque haga milagros en apoyo de su doctrina, debe ser recibido a pedradas y lapidado por todo el mundo, sin juicio previo (Dt 13,1 y ss.)».
De no haber muerto Jesús en la cruz, tal vez el cristianismo no hubiera nacido o no tendría el auge que tiene, ya que el propio Jesús profetizó que: «sabéis que en dos días tiene lugar la Pascua, y el hijo del hombre es entregado para ser crucificado» (Mt 26,2) y que, también Jesús le dijo al que sacó su espada e hirió a un siervo del sumo sacerdote, quitándole la oreja «todo esto sucede para que se cumplan las escrituras de los profetas» (Mt 26,56).
Y, por otra parte, ¿qué habría sucedido en el caso de Jesús si los judíos hubieran tenido el poder de ejecutar sus sentencias de muerte? Que hubiera muerto por lapidación y jamás se hubieran cumplido las profecías que se acaban de decir y, por tanto, el cristianismo no sería tal como es.
Una lectura atenta de los evangelios, nos muestra que Jesús no hizo nada para evitar su muerte. Incluso se podría decir que la buscó a conciencia y por ello, el Domingo de Ramos entró en un pollino en Jerusalén, en olor de multitudes, para que se cumpliera la profecía de Zacarías (Za 9,9); dos días después, lanzó a los mercaderes y cambistas del templo, a sabiendas que todo ello desembocaría en su muerte (Mc 11, 15; Mt 21,12; Lc 19,45; Jn 2,14-15). Jesús no solo evitó defenderse tanto en el Sanedrín como ante Pilato, sino que, por el contrario, confesó, ante aquellos que era el Hijo del Bendito y que a partir de ahora lo veréis sentado a la diestra del Poder (Mt 26,63-64). Además, de pie delante de Pilato, cuando este le preguntó “¿eres tú el rey de los judíos?», Jesús contestó: «Tú lo dices» (Mt 27,11). Gracias a la crucifixión, pues, nació el cristianismo.
En este trabajo me he movido siempre en el campo de la legislación, nunca en el de la justicia.
La primera de ellas, entendida como el conjunto de leyes por las cuales se gobierna un Estado y que regulan las relaciones humanas en toda sociedad y cuya observancia puede ser impuesta por la fuerza. El conjunto de todas ellas forma parte de la ciencia del Derecho, que no es un concepto inequívoco, aunque todo el mundo tenga un mayor o menor conocimiento de lo que significa el Derecho. De hecho, por citar a un erudito español en la materia, el catedrático don Alejandro Nieto García, en su lección magistral con motivo de su nombramiento de doctor honoris causa por la Universidad Carlos III de Madrid, en la apertura del curso escolar 1995/1996, decía literalmente: «En 1948 ingresé en la Facultad de Derecho: 47 años llevo, por tanto, dedicado al Derecho, viviendo en él y para él (y por supuesto de él). Desde el primer día he estado preocupado por esta cuestión y, sin embargo, al cabo de tanto tiempo, no sé lo que es el Derecho. ¿Cabe mayor paradoja?» (Disponible en https://www.uc3m.es/conocenos/honoris-causa/profesor-alejandro-nieto-garcia). Yo suscribo íntegramente tal reflexión.
La segunda, la justicia, tengo que reconocer que es un concepto abstracto, todavía mucho más que el Derecho y cambiante en el tiempo. Por ejemplo, si antes del advenimiento de la Constitución de 1978 era “justa” la pena de muerte, después ya no lo fue. Igual sucedió con el aborto y con otras muchas normas más. También todo el mundo tiene un concepto más o menos certero de lo que pueda ser la justicia. Todos hemos visto que, de una misma cosa, disputan las personas, afirmando las unas que “tal cosa es justa”, mientras que otras opinan justamente lo contrario. También sucede eso con las sentencias de los Tribunales de Justicia, que son los que, en nombre del pueblo la administran. Todos los días vemos sentencias que son reformadas o anuladas por los Tribunales superiores. Pondré otro ejemplo. Todo aquel que haya leído la obra de Mika Waltari Sinuhé, el egipcio, cuando este visita la capital de los hititas, Khatushash, gobernada por el gran rey Subbiluliuma, en una conversación que Sinuhé mantiene con el epistológrafo real, habrá podido ver una definición de la justicia un tanto curiosa, que en realidad es la que practicamos la inmensa mayoría de los humanos, cuanto este dice así a Sinuhé:
«¿Qué es lo justo y qué es lo falso? Para nosotros es justo lo que deseamos y falso lo que desean nuestros vecinos. Es una doctrina muy simple que hace la vida fácil y la diplomacia cómoda, y no difiere gran cosa, a mi modo de ver, de la teología de los llanos [entiéndase Egipto], porque, por lo que he entendido, los dioses de los llanos [Egipto] estiman justo lo que desean los ricos y falso lo que desean los pobres» (Obra citada, Barcelona 1968, Editorial Ediciones G.P., Libro 7.º, Capítulo 3.º, pág. 196).
Con todo ello quiero decir, y termino este trabajo, que no puedo afirmar si los procesos a Jesús, ante el Sanedrín y ante Pilato, fueron o no justos. En esta materia cada lector tendrá su propia opinión, que me parece muy respetable, pero lo que sí es indudable es que tales procesos, según mi criterio, se amoldaron a la legalidad vigente en su momento.
Angel Gaspar
20 de marzo de 2021 @ 20:11
Magnífico trabajo, amigo Pedro; y sobre todo la diferencia con tus ejemplos, entre legislación y justicia. La legislación ahí está, pero, ¿la justicia? Antes y ahora es difícil dar con ella. Como decía aquel cómico, «ande andará»
Dentro de unos días asistiré, como cada año, a los Oficios de Semana Santa, y cuando el sacerdote lea la Pasión de Cristo, me acordare de lo que has escrito del juicio a Jesús. Gracias.